lunes, 3 de octubre de 2011

Intrusismo y pesimistas militantes - Por Xosé Castro Roig

Intrusismo y pesimistas militantes

Por Xosé Castro Roig
Recuerdo que en una de mis primeras charlas para alumnos de la carrera de Traducción e Interpretación, el profesor anfitrión me pidió que omitiera que yo no era licenciado en Traducción. No sé por qué, pero me avine a ello y omití ese dato con sumisión vergonzante. Cuando yo empecé a trabajar como traductor, no era posible cursar esos estudios en Madrid; hoy en día, si las cuentas no me fallan, hay cinco facultades. «Es que nosotros hacemos mucho hincapié en el problema del intrusismo», adujo aquel docente, como disculpándose. Algún tiempo después, cierta asociación me ofreció ser socio honorífico —algo que me honra y les sigo agradeciendo—, pero la sorpresa llegó cuando, al revisar sus estatutos, se dieron cuenta de que no estaba previsto admitir traductores no licenciados.
Pasados los años, sonrío al recordar estas dos anécdotas: yo, intruso, dando clases a personas que me tenían como el causante de los problemas de su profesión, qué paradójico. Las cosas, por suerte, han cambiado y ya casi nadie cree que en el intrusismo per se esté la causa de nuestros males. Han quedado atrás algunos proyectos que animaban a crear un colegio profesional de traductores, en el que algunos depositaban las esperanzas de nuestra profesión, como si pudiera ser el garante de unas condiciones económicas justas. No, vivimos en una sociedad capitalista de libre mercado, que castiga con leyes antimonopolio la fijación de tarifas, así que, con colegio o sin él, cada uno es libre de cobrar lo que quiera, como en tantas otras profesiones. Entiéndanme: no estoy en contra de la idea del colegio; es solo que no veo que tenga todas las soluciones que algunos creen.
En realidad, el término intruso responde a un concepto voluble, multiforme y lleno de aristas. Con él, solemos referirnos a una persona que entra de rondón en una profesión y campa a sus anchas, aceptando trabajos para los que no está cualificado y cobrando «tarifas vergonzosas»; claro que esto último, insisto, es un concepto más personal que legal, porque, como decía, estamos asentados en el libre mercado.
En los últimos años, la cara del intruso ha cambiado mucho. Si me preguntan ahora, yo diría (por polémico que resulte) que nuestra profesión se resiente en parte por la cantidad de licenciados que, en su desesperación, ofrecen tarifas desproporcionadamente bajas para su cualificación, cuando no trabajan gratis engañados, a veces, por el señuelo de ciertas prácticas.
La lacra, a mi modo de ver, es pensar que el nuestro es un oficio del que solo se malvive y, por ende, los que vivimos bien y holgadamente somos «afortunados». La clave parece ser el pesimismo, en no asumir el mérito ni la culpa. La causa de nuestras desdichas y fortunas es, para algunos, una suerte de concepto volátil, una causa ajena e incontrolable, como cuando nuestros políticos hablan de economía y mercados como si fueran términos filosóficos e… impredecibles.
En resumen, el intruso somos todos los que cómplicemente ayudamos a estancar esta profesión. Necesitamos profesores que animen a sus alumnos, no que los desmoralicen (¡basta de licenciados que salen a la calle atemorizados!); necesitamos planes de estudios más realistas, con asignaturas de capacitación profesional y marketing; necesitamos compartir información y asociarnos, no ser pesimistas metódicos; necesitamos recordar que el éxito se trabaja… y el fracaso también.
La próxima vez que des un presupuesto y vuelvas a decirte: «Le va a parecer mucho dinero», piensa dos cosas: 1) tu colega, el que va a pedir la mitad, también pensará lo mismo, y 2) el intrusismo ya te está infectando un poco.

Link: http://cvc.cervantes.es/trujaman/anteriores/octubre_11/03102011.htm

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