domingo, 22 de diciembre de 2013
lunes, 28 de octubre de 2013
De las respuestas del cliente: ¿algún psicólogo por ahí?
Que hay clientes para todos los gustos eso no lo niega
nadie. Los hay muy buenos, de aquellos que pagan incluso por adelantado o que
se demoran un poco más, pero pagan al fin. También, existen aquellos que uno
conoce tal día, les da su tarjeta y esta persona les hace la promesa inmediata.
«Sí, mañana te estamos contactando porque tenemos cualquier cantidad de
traducciones pendientes que no nos dejan avanzar con el proyecto X». Y uno se
va todo ilusionado a su casa y no se levanta de la silla por una semana
esperando que le llegue ESE correo. Luego de un año y algo, aparece esta
persona recordándonos tal encuentro y pidiéndonos disculpas «porque el proyecto se atrasó». Hay otros que nos llaman
solicitándonos un presupuesto para un documento difícil o un libro entero y uno
se pasa un día completo pensando y pensando cómo hacerle las cosas más fáciles. Cuando por fin se decide, les envía una respuesta y estos ni siquiera se
dignan a responder un seco «No, gracias». Y así, hay de todo en la viña de la
traducción.
Pero no me digan que no tienen una colección de respuestas
ingeniosas del cliente o de los posibles clientes. Tal vez, de sus conocidos,
que desconocen (valga la redundancia) qué es lo que nosotros, los traductores,
hacemos o que nuestro trabajo ES DIFÍCIL y lleva su tiempo y que no es un
simple pasatiempo. Yo puedo contar el caso de una amiga que me pidió que cante
una canción en un cumpleaños. (Sí, no solo traduzco, también canto, ja). Eligió
una canción muy bonita en inglés que yo conocía desde mi infancia y la comencé
a practicar. Unos días antes del acontecimiento, me pidió si podía hacerle
una versión en español de la canción «así todos la entendemos». Por supuesto, nunca
hablamos de dinero, pero ya me imaginaba cómo iba la cosa. Tampoco le di
oportunidad, era una locura entre letra, rima, métrica, etc. y el tiempo que
nos apretaba. Si bien sé algo de música, no soy ninguna Beatle.
Otra vez, en una feria de la industria alimenticia, me puse a
conversar con un señor dueño de una fábrica. Cuando terminé mi «discurso de
ascensor» y le expliqué en cinco minutos qué hacía, qué estaba haciendo en ese
lugar y cómo podía colaborar con su empresa, este buen hombre me responde: «No,
gracias. Tenemos una profesora de inglés que hace esas cosas. Además, podemos
legalizar* porque ella hizo eso del First
Certificate». Así, con esa misma boca abierta que vos me quedé yo.
Mientras me debatía entre «cantarle las cuarenta», reír o llorar, solo le expliqué
amablemente que estaba equivocado (no me puso mucha atención), lo saludé y me fui. No voy a negar que fue
frustrante, pero luego de algunos añitos en la profesión, me doy cuenta de que
pasa en todos lados y aprendí a tomarlo como una anécdota graciosa, la risa es salud. Y la gente tiene el
«don» de dejarnos con la boca abierta con sus ideas o respuestas, sí, sí.
Sin mentir, tengo unos cuantos más, pero me encantaría escuchar los tuyos, así hacemos terapia de grupo y no nos duele/enoja tanto. Sí, hay de todo, de todo. En esta viña, sobra uvas raras…
*En Argentina, la legalización de una traducción consta de
varios pasos: primero, el traductor público o matriculado introduce una leyenda
al pie de página que dice que esa traducción es fiel al original y, luego, añade su firma y sello. Una vez hecho esto, el documento se presenta en el Colegio de
Traductores correspondiente para colocarle el sello de la institución y, de
esta forma, la traducción adquiere validez legal.
Por Aldana Michelino
lunes, 7 de octubre de 2013
viernes, 30 de agosto de 2013
miércoles, 28 de agosto de 2013
lunes, 5 de agosto de 2013
lunes, 24 de junio de 2013
martes, 4 de junio de 2013
TRADUCIR ES SUPONER
¿Te ha pasado que te quedás mirando con los ojos entornados
y una ceja arriba una frase durante un buen rato tratando de descifrar qué
#$&!@€@()# significará ese «it», «them», «there», «that» y, en
español, ese «esto», «ese», «él», «aquel», «ella», etc.? Podemos ejemplificar
con el idioma que quieras. Seguro te sentís identificado como yo.
Muchas veces tenemos que mirar y releer mil veces un texto
para luego decir: «Aaaaaaaah, ESO era. Claaaro». Y quienes viven o trabajan con
vos se dan vuelta con la mirada extraña porque no entienden qué son esas
exclamaciones en voz alta. Como decimos aquí en Argentina, «te cae la ficha» y
de a poco te vuelve el alma al cuerpo (se despeja esa duda que te carcome el
interior), pero algo dentro tuyo sigue diciendo: «¿Estás seguro?». Vamos, que
seguramente te pasó varias veces.
Es así, traducir es suponer muchas cosas. Suponemos que el
autor o la autora quiso decir tal o cual cosa, que se refería a esto o aquello,
que esta palabrita tiene que ver con aquella otra. Suponemos que el cliente
quiere la traducción de mejor calidad, aunque leas otros textos de esta
persona/empresa y no puedas creer cómo puede tener ESO en su página web, por
ejemplo.
Suponemos que hemos encontrado la mejor traducción para tal término,
pero luego nos damos cuenta (con suerte, a tiempo) de que había un equivalente
aun mejor. Suponemos que hemos hecho el mejor de nuestros trabajos, pero te
aseguro que si volvés a revisar el trabajo en unas semanas, te vas a dar cuenta
de que algo (alguito) se te escapó.
Cada vez que llega un texto a tus manos
para comenzar un proyecto, se abren muchas posibilidades, entre ellas, que el documento
sea fluido y comprensible (cosa que rara vez sucede) y no tengas que andar suponiendo
tanto o que tengamos que remar contra la corriente para entender qué habrá
querido decir el o la que escribió eso. Ni hablar de cuando trabajamos contrarreloj,
ni hablar de cuando traducimos textos demasiado técnicos, planillas con datos, softwares, etc., ni hablar de cuando no tenemos
nada de contexto con el que respaldarnos.
Para traducir, suponemos muchas cosas. Cuando tomamos decisiones en nuestro
trabajo, suponemos que estamos
haciendo lo correcto (al menos, esto es lo ideal).
Obviamente, si surgen dudas muy importantes y tenés la
posibilidad de conversarlo, contactás al cliente. Ahora bien, un traductor que
trabaje con obras antiguas se las vería en figurillas si tuviera que hacerles
consultas a los autores de esos trabajos que, seguramente, han fallecido hace
años. Y por más que les pueda preguntar a los editores actuales, no creo que
ellos puedan contestarle con plena certeza sobre una decisión que tomó
Shakespeare, Charles Dickens o Borges. Entonces, ese traductor supone que lo que quiso decir ese autor
ancestral allí es eso que él supone. ¿Se entiende?
Sin dudas, un buen lingüista que se precie de profesional
hará lo posible por suponer tal o cual cosa de la manera más sensata, con los
fundamentos que le parezcan más acertados. Esto no quiere decir que trabajemos
sin un piso sólido en el cual apoyarnos, sino que debemos tener mucho cuidado y
ser muy responsables con lo que suponemos. No son pocas las veces en las que
creemos entender lo que estamos leyendo y luego aparece un dato o un término
que nos enciende la alarma interior. ¡Hacele
caso a esa alarma! Por algo suena.
Por Aldana Michelino
jueves, 30 de mayo de 2013
DIMINUTIVOS EN LATINOAMÉRICA: CHIQUITOS PERO…
Odalys Troya Flores
prensa-latina.cu, Cuba
Domingo, 30 de mayo del 2010
prensa-latina.cu, Cuba
Domingo, 30 de mayo del 2010
En
el lenguaje coloquial de los latinoamericanos, el diminutivo ocupa un
lugar tan importante que gran número de palabras expresivas de conceptos
«se achican» para matizar una idea.
Además de la adición de sufijos como -ito, -ita (los más
usados) a sustantivos propios e impropios y a los adjetivos, se añaden
también a verbos, adverbios y a pronombres como los demostrativos.
Su uso se ha enraizado de tal forma que algunos como ahorita (ahora mismo, muy recientemente, después, dentro de un momento, en seguida) o poquito tienen ya su propio diminutivo: ahoritita, poquitito…
Por lo general, el empleo exagerado de los diminutivos suele asociarse con un bajo nivel cultural.
Un cuento popular refiere que había una señora que para todo usaba diminutivos.
Un día la invitan a una elegante cena y su esposo le dice en secreto que ni se le ocurra decir uno sólo.
Al terminar la comida, le preguntan a la mujer que si quiere repetir un plato, a lo que responde:
«Muchas gracias, la cena estuvo exquisita pero ya no tengo mas apeto» (por apetito, que por ignorancia consideraba un diminutivo).
Es tan desdeñado el diminutivo que hay quienes incluso le han declarado la guerra con el argumento de que son innecesarios o reflejan la simpleza de los seres humanos, y ocultan la verdad, sin embargo, sobre estas incursiones idiomáticas la polémica es amplia.
Y es que, sin dudas, las lenguas como productos sociales, se enriquecen con lo que aportan sus hablantes y decir que es de mal gusto o no el empleo de ciertos términos puede ser una defensa a ultranza de la «buenas» normas porque casi siempre el uso y la costumbre triunfan.
Ese peculiar achicamiento de las palabras —que no se da precisamente en la forma, todo lo contrario— suele relacionarse con cuestiones afectivas, de sumisión, duda, religiosidad y también con la herencia de lenguas originarias, entre otras.
La carga emocional que llevan en sí, a criterio del lingüista Amado Alonso (1896-1952), no tiene la función exclusiva de disminuir, incluso para él ésta es la función menos frecuente.
El importante estudioso de nuestra lengua, asegura que el sentimiento y la visión subjetiva es la que le da el verdadero valor funcional a estas palabras, para lo cual la entonación y el contexto son imprescindibles.
Una de las finalidades del diminutivo es la ponderación de acciones o cualidades de recogimiento, como «es muy educadita».
Asimismo, puede expresar cortesía, «un pasito por favor»; cuando se quiere que se camine y poder despejar un lugar; y también compasión, pobrecillo.
Para pedir grandes favores se invoca en actitud reverencial al Diosito o la Virgencita.
El sufijo -ucho puede darnos idea de conmiseración así como de desprecio: «está delgaducho» o «ese medicucho».
Se pueden emplear hasta para disimular abuso, por ejemplo, «por ser a usted sólo le cuesta mil pesitos».
En cada país o región se le dan matices diferentes, con una flexibilidad tal que parecen ilimitadas las posibilidades de su uso.
Se dice que los diminutivos tienen mayor alcance en México que en ninguna otra nación de Latinoamérica.
Muchos estudiosos de la lengua aseguran que su exagerado empleo allí se debe a lo afectuosos que son sus habitantes, otros lo relacionan con un sentimiento de servidumbre; y un tercer grupo lo atribuyen a la influencia en el español del náhuatl, la lengua nativa con mayor número de hablantes en ese territorio.
De acuerdo con filólogos, ese idioma de la familia yuto-azteca tiene dos sufijos diminutivos uno reverencial -tzin (usado para personas queridas o familiares) y otro despreciativo -ton (usado con persona despreciadas u objetos poco importantes).
Dichos signos lingüísticos vendrían a cumplir las mismas funciones que nuestros -ito, -ita.
En su estudio Posible influencia del náhuatl en el uso y abuso del diminutivo en el español de México, el historiador y lingüista tapatío José Ignacio Dávila Garibi (1888-1981) refiere que la presencia del diminutivo es tal que llegó a palabras extranjeras incluso cuando no habían sido aceptadas en el español.
Pero, ¿En realidad son los mexicanos quienes más emplean el diminutivo?
La respuesta sería imprecisa, porque los colombianos, los peruanos y los bolivianos también motean su habla cotidiana con numerosos vocablos de este tipo.
Ocurre lo mismo en Chile donde, por citar un ejemplo, se le llama señorita a cualquier mujer, independientemente de su edad o estado civil, y en toda la América hispana.
Lo cierto es que para algunos despreciables y para otros considerados las palabras del cariño, los diminutivos no pasan indiferentes.
El gran escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum (1926-2009) aseguró que se trata de un uso del lenguaje que corresponde a un sentimiento de ternura.
Pero más allá del papel de ese fenómeno lingüístico muy marcado en el lenguaje oral, en el escrito han quedado cristalizados términos como habichuela (diminutivo de haba); pasillo (de paso), entre muchos otros.
De igual forma han quedado plasmados en obras literarias, tal es el caso de Platero y yo, del Nóbel de Literatura español Juan Ramón Jiménez (1881-1958).
«Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto y se va al prado y acaricia tibiamente, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas. Lo llamo dulcemente: ¿Platero?,y viene a mí con un trotecillo alegre, que parece que se ríe en no sé qué cascabeleo ideal».
Atacar al diminutivo merece antes una reflexión.
El lenguaje nos identifica y si desterramos del habla cotidiana esta suerte de matizar lo que queremos decir, renunciaríamos a nuestros orígenes y a ser los que somos.
El escritor mexicano Octavio Paz (1914-1998), dijo en la inauguración del Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, realizado en Zacatecas, México, en abril de 1997, que «la palabra es nuestra morada: en ella nacimos y en ella moriremos.
»[...] Nos reconocemos incluso en lo que nos separa del resto de los hombres; estas diferencias nos muestran la increíble diversidad de la especie humana y, simultáneamente, su unidad esencial. Descubrimos así una verdad simple y doble: primero, somos una comunidad de pueblos que habla la misma lengua y, segundo, hablarla es una manera, entre muchas, de ser hombre. La lengua es un signo, el signo mayor, de nuestra condición humana.»
Fuente: Fundéu
Enlace: http://www.fundeu.es/noticia/diminutivos-en-latinoamerica-chiquitos-pero-5976/
Por lo general, el empleo exagerado de los diminutivos suele asociarse con un bajo nivel cultural.
Un cuento popular refiere que había una señora que para todo usaba diminutivos.
Un día la invitan a una elegante cena y su esposo le dice en secreto que ni se le ocurra decir uno sólo.
Al terminar la comida, le preguntan a la mujer que si quiere repetir un plato, a lo que responde:
«Muchas gracias, la cena estuvo exquisita pero ya no tengo mas apeto» (por apetito, que por ignorancia consideraba un diminutivo).
Es tan desdeñado el diminutivo que hay quienes incluso le han declarado la guerra con el argumento de que son innecesarios o reflejan la simpleza de los seres humanos, y ocultan la verdad, sin embargo, sobre estas incursiones idiomáticas la polémica es amplia.
Y es que, sin dudas, las lenguas como productos sociales, se enriquecen con lo que aportan sus hablantes y decir que es de mal gusto o no el empleo de ciertos términos puede ser una defensa a ultranza de la «buenas» normas porque casi siempre el uso y la costumbre triunfan.
Ese peculiar achicamiento de las palabras —que no se da precisamente en la forma, todo lo contrario— suele relacionarse con cuestiones afectivas, de sumisión, duda, religiosidad y también con la herencia de lenguas originarias, entre otras.
La carga emocional que llevan en sí, a criterio del lingüista Amado Alonso (1896-1952), no tiene la función exclusiva de disminuir, incluso para él ésta es la función menos frecuente.
El importante estudioso de nuestra lengua, asegura que el sentimiento y la visión subjetiva es la que le da el verdadero valor funcional a estas palabras, para lo cual la entonación y el contexto son imprescindibles.
Una de las finalidades del diminutivo es la ponderación de acciones o cualidades de recogimiento, como «es muy educadita».
Asimismo, puede expresar cortesía, «un pasito por favor»; cuando se quiere que se camine y poder despejar un lugar; y también compasión, pobrecillo.
Para pedir grandes favores se invoca en actitud reverencial al Diosito o la Virgencita.
El sufijo -ucho puede darnos idea de conmiseración así como de desprecio: «está delgaducho» o «ese medicucho».
Se pueden emplear hasta para disimular abuso, por ejemplo, «por ser a usted sólo le cuesta mil pesitos».
En cada país o región se le dan matices diferentes, con una flexibilidad tal que parecen ilimitadas las posibilidades de su uso.
Se dice que los diminutivos tienen mayor alcance en México que en ninguna otra nación de Latinoamérica.
Muchos estudiosos de la lengua aseguran que su exagerado empleo allí se debe a lo afectuosos que son sus habitantes, otros lo relacionan con un sentimiento de servidumbre; y un tercer grupo lo atribuyen a la influencia en el español del náhuatl, la lengua nativa con mayor número de hablantes en ese territorio.
De acuerdo con filólogos, ese idioma de la familia yuto-azteca tiene dos sufijos diminutivos uno reverencial -tzin (usado para personas queridas o familiares) y otro despreciativo -ton (usado con persona despreciadas u objetos poco importantes).
Dichos signos lingüísticos vendrían a cumplir las mismas funciones que nuestros -ito, -ita.
En su estudio Posible influencia del náhuatl en el uso y abuso del diminutivo en el español de México, el historiador y lingüista tapatío José Ignacio Dávila Garibi (1888-1981) refiere que la presencia del diminutivo es tal que llegó a palabras extranjeras incluso cuando no habían sido aceptadas en el español.
Pero, ¿En realidad son los mexicanos quienes más emplean el diminutivo?
La respuesta sería imprecisa, porque los colombianos, los peruanos y los bolivianos también motean su habla cotidiana con numerosos vocablos de este tipo.
Ocurre lo mismo en Chile donde, por citar un ejemplo, se le llama señorita a cualquier mujer, independientemente de su edad o estado civil, y en toda la América hispana.
Lo cierto es que para algunos despreciables y para otros considerados las palabras del cariño, los diminutivos no pasan indiferentes.
El gran escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum (1926-2009) aseguró que se trata de un uso del lenguaje que corresponde a un sentimiento de ternura.
Pero más allá del papel de ese fenómeno lingüístico muy marcado en el lenguaje oral, en el escrito han quedado cristalizados términos como habichuela (diminutivo de haba); pasillo (de paso), entre muchos otros.
De igual forma han quedado plasmados en obras literarias, tal es el caso de Platero y yo, del Nóbel de Literatura español Juan Ramón Jiménez (1881-1958).
«Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto y se va al prado y acaricia tibiamente, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas. Lo llamo dulcemente: ¿Platero?,y viene a mí con un trotecillo alegre, que parece que se ríe en no sé qué cascabeleo ideal».
Atacar al diminutivo merece antes una reflexión.
El lenguaje nos identifica y si desterramos del habla cotidiana esta suerte de matizar lo que queremos decir, renunciaríamos a nuestros orígenes y a ser los que somos.
El escritor mexicano Octavio Paz (1914-1998), dijo en la inauguración del Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, realizado en Zacatecas, México, en abril de 1997, que «la palabra es nuestra morada: en ella nacimos y en ella moriremos.
»[...] Nos reconocemos incluso en lo que nos separa del resto de los hombres; estas diferencias nos muestran la increíble diversidad de la especie humana y, simultáneamente, su unidad esencial. Descubrimos así una verdad simple y doble: primero, somos una comunidad de pueblos que habla la misma lengua y, segundo, hablarla es una manera, entre muchas, de ser hombre. La lengua es un signo, el signo mayor, de nuestra condición humana.»
Fuente: Fundéu
Enlace: http://www.fundeu.es/noticia/diminutivos-en-latinoamerica-chiquitos-pero-5976/
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